jueves, 12 de junio de 2008

CINEFILIA CRÓNICA




De un momento a otro la conversación de mis padres incorporó una serie de términos que me eran ajenos y se hicieron extensivos a un personaje que llamaba permanentemente a casa. Hola Corleone, contestaba mi padre al teléfono y quedaba en reunirse más tarde con su misterioso interlocutor. Fueron muchas las noches que mis padres salían sigilosamente previa coordinación con Corleone y regresaban tarde a casa. Algo raro ocurría con ellos. Poco a poco fui atando cabos y descubrí, para mi tranquilidad, que esas salidas nocturnas eran para ir con el tío Luis a ver la recién estrenada película de Francis Ford Coppola basada en la novela de Mario Puzo: El Padrino. Meses después encontré la novela en la cabecera de la cama de mis padres y a mis diez años tuve la suerte de envolverme en la estupenda historia de la familia Corleone.

Debo haber leído el libro unas tres veces antes de visionar la película, once años después, en el cine club del antiguo edificio del Ministerio de Educación en la Av. Abancay, que era la única opción de ver alguna película clásica en tiempos en que no existía el vídeo y mucho menos la televisión por cable. Aun evoco la emoción que sentí al ver el desarrollo de la película y constatar lo cerca que estaban las escenas, paisajes, locaciones y hasta el rostro de los personajes a las imágenes que yo había construido de la lectura de la historia. Ahora, no recuerdo bien la cantidad de veces que habré visto la película o, la trilogía para ser más exactos, pero me animo a afirmar que habrán sido varias decenas. Es inevitable zappear la tv en casa y no engancharse, a la hora que sea y en la parte en que esté, con cualquiera de las tres películas de El Padrino, aunque debo admitir mi predilección por la primera.

La lista de películas que he visto es muy larga, de hecho si mencionara algunas no haré otra cosa que generar discrepancias. Sin embargo, me animo a señalar dos películas que me impactaron a pesar de no haberlas visto más de dos veces y cuya visión recomiendo como imprescindible, fundamentalmente, por lo humano y profundo de sus diálogos. La primera de ellas es Paris Texas del director alemán Wim Wenders, que es una historia basada en la recuperación de la memoria, la búsqueda del pasado y la reconstrucción de tres vidas alejadas por el destino. Es una película con muchos planos de paisajes en el desierto de Arizona y con una banda sonora de blues muy antiguos que estremece. El diálogo de la pareja en la cabina de un burdel a través del teléfono y observándose por una ventana, dura 15 minutos y créanme que es de antología.

Martín Hache, del director argentino Adolfo Aristarain, es una historia que involucra a un director de cine argentino exiliado en España, su actual pareja, un amigo común y Martín, el hijo del director que vive una temporada con ellos en Madrid, echado por su madre de Buenos Aires, al que su padre le llama Hache como diminutivo de hijo. El desarrollo de la película gira en torno al exilio y a la difícil relación entre el padre y el hijo. Los diálogos son extensos, profundos e irónicos con un marcado trasfondo psicológico.


Dante, bisexual y consumidor de drogas, es el equilibrio de las discusiones del cuarteto y apuesta a muerte por Hache ante las críticas de su padre. Precisamente al ser inquirido por Hache sobre si le gustan más los hombres que las mujeres le da esta respuesta inolvidable: “¿En general dices? No. De qué sexo sean en realidad me da igual, es lo que menos me importa. Me puede gustar un hombre tanto como una mujer. El placer no está en follar. Es igual que con las drogas. A mí no me atrae un buen culo, un par de tetas o una polla así de gorda; bueno…, no es que no me atraigan, claro que me atraen, ¡me encantan! Pero no me seducen, me seducen las mentes, me seduce la inteligencia, me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve que vale la pena conocer. Conocer, poseer, dominar, admirar. La mente, Hache, yo hago el amor con las mentes. Hay que follarse a las mentes”.


Y, finalmente, cuando Hache le pregunta a su padre si no extraña la Argentina o tiene ganas de volver, Martín le responde: "Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso, es un verso. No se extraña un país; se extraña el barrio en todo caso, pero también lo extrañas si te mudas a diez cuadras. El que se siente patriota, el que piensa que pertenece a un país es un tarado mental, la patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salteño?. Son tan ajenos a mi como un catalán o un portugués, una estadística, un número sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente, tu país son tus amigos y eso sí se extraña, pero se pasa".

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